Por Rubén Dri.
El Dios de Bergoglio volvió a empuñar las armas contra un enemigo terrible, el otro, el homosexual, que hace temblar todo el cosmos en el que nos encontramos orientados. Pero no es el Dios de Jesús de Nazaret. Efectivamente, narra el Evangelio de Marcos que Jesús después de la “multiplicación de los panes”, es decir, de la propuesta de la economía solidaria en la región judía, “obliga” a los militantes de su movimiento a embarcarse para trasladarse al otro lado del “mar”.
La travesía se encuentra obstaculizada por fuertes vientos que amenazan con hacer naufragar la embarcación. Como consecuencia de ello, claman por el salvador que se les aparece caminando sobre las aguas, pero ellos no lo conocen, creyéndolo un “fantasma”. Finalmente, Jesús logra apaciguarlos y llevarlos al otro lado, a la región de los “paganos”, para hacer también allí la propuesta de la nueva sociedad.
En el fondo del “mar” se encuentran los terribles monstruos del miedo al otro que pueden invadir nuestro cosmos, hacernos perder el sentido, la orientación. En lugar de los “paganos” ahora nos amenazan los “homosexuales”. Quieren invadir nuestro “cosmos” donde todo está ordenado, donde presuntamente sabemos qué está bien y qué está mal. Para eso está la Iglesia Católica que nos lo dice.
El otro es el monstruo que es necesario matar. Es por eso que el Dios del miedo calza la armadura y declara la guerra. Dice Bergoglio: “Aquí está en juego la identidad y la supervivencia de la familia: papá, mamá e hijos”. Otra forma de familia hace tambalear el sentido fijado de una vez para siempre. Entramos en un tembladeral en que nada permanece fijo, todo se tambalea, y esto no puede más que ser obra del enemigo de Dios, el “demonio, padre de la mentira”.
¡Guerra, pues, al demonio! Pero hay que tener en cuenta que la guerra del Dios de Bergoglio no comienza ahora. Comenzó en el origen mismo de la humanidad, en el Edén cuando el demonio, bajo la figura de la serpiente, se hizo presente para destruir el orden estatuido por Dios. Lo dice Bergoglio en la carta en que ordena a la legión de las carmelitas ponerse en orden de batalla: “Aquí también la envidia del demonio, por la que entró el pecado en el mundo, que arteramente pretende destruir la imagen de Dios: hombre y mujer que reciben el mandato de crecer, multiplicarse y dominar la tierra”.
“La imagen de Dios: hombre y mujer.” Es el cosmos, el universo con sentido. Todo está ordenado. Cada quien en su lugar. Viene ahora el demonio y amenaza destruir este orden. En lugar del cosmos, el caos. Todo se desordena, todo pierde sentido. El Dios que todo lo ha ordenado no puede menos que salir a dar pelea.
En el siglo XII era el Islam el que ponía en peligro el cosmos, por lo cual desde la cúspide de la Iglesia se ordena la “cruzada” en la que, como dice San Bernardo, “el soldado de Jesucristo mata gustoso a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, a sí se hace bien; si mata, lo hace a Jesucristo”.
En el siglo XIV, el Dios de Bergoglio sale a guerrear contra valdenses, albigenses, lombardos y hussitas. Desde el siglo XII, el tribunal de la Inquisición viene funcionando a pleno. El Sínodo de Verona (1184) inculca a los obispos “el deber de proceder en todas las parroquias, mediante un sacerdote y algunos laicos de confianza, a la denuncia de los herejes y a su castigo por medio de la autoridad civil”.
En el siglo XIX, el monstruo que amenaza lanzar el universo al caos se denomina “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” proclamado por la Revolución Francesa. Las condenaciones eclesiásticas apuntan a “la plena e inmoderada libertad de opiniones”, al “delirio” de sostener que “la libertad de conciencia y de culto es propia de cada hombre” que es, en realidad, la “libertad de perdición”.
Pío IX da a conocer un elenco de los errores modernos entre los que figura sostener que “el conocimiento de las cuestiones morales, lo mismo que las leyes civiles, puedan y deban ser independientes de la autoridad divina y eclesiástica”. Pero la perla de los ochenta errores enumerados es la que dice que es un error que debe ser condenado sostener que “el Pontífice romano puede y debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la reciente civilización”.
El otro que hoy amenaza el cosmos es el homosexual, el impuro. El ordenamiento de los estamentos en la sociedad sacerdotal en la que vivió Jesús de Nazaret se hacía en base al valor fundamental de la pureza. Desde la máxima pureza del sumo sacerdote hasta el impuro de los impuros que era el leproso. Este perturbaba absolutamente el orden social, resquebrajaba el cosmos, por lo cual: “Llevará los vestidos rasgados, se cubrirá hasta el bigote e irá despeinado gritando: ‘impuro, impuro’. Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo”. Es la ley sacerdotal establecida en el Levítico. ¿Qué hace Jesús? Se acerca al leproso, lo toca, con lo cual él también se transforma en impuro según la concepción sacerdotal. Pero en realidad cura al leproso, es decir, lo incorpora a la sociedad, con el cual desaparece la impureza, o mejor, muestra que nunca la hubo. El orden sacerdotal se desploma y se construye un nuevo sentido. Una nueva sociedad.
Para Bergoglio y su Dios, el homosexual es el pagano, el musulmán, el valdense, el albigense, en una palabra, el hereje que amenaza a la familia, a la sociedad, esto es, al cosmos en que nuestra vida tiene sentido. Por ello ordena a su tropa ponerse en orden de combate. Es la “guerra de Dios”.
* Teólogo. Filósofo, profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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